La guerra del agua involucró masivamente a la población urbana de Cochabamba, que salió a las calles con la certeza de que los líderes sociales le decían la verdad. Es decir, creyeron que era cierto que la empresa Aguas del Tunari les iba a expropiar el agua y que abusaría de los consumidores con tarifas excesivas.
Una primera evidencia, además, estaba a la mano, en las facturas del agua que, al desaparecer los subsidios que hasta entonces las habían sostenido en niveles muy bajos, aumentaron.
El cálculo político del gobierno del Gral. Bánzer, sustentado en la persistente demanda de realización del proyecto Misicuni, impuso a la empresa la obligación de desarrollar ese proyecto, a pesar de que los cálculos más cuidadosos lo desaconsejaron, porque eso iba a aumentar excesivamente los costos del servicio. Incluso el Banco Mundial, contra su costumbre, se pronunció públicamente en contra de ese intento de amarrar Misicuni a la reforma y modernización del servicio de agua en Cochabamba.
En las protestas salieron a las calles incluso los que no tenían agua en sus casas y que pagaban por ella hasta siete veces más de lo que pagaban los usuarios de Semapa, la empresa pública encargada del suministro, sin darse cuenta de que ellos serían los principales beneficiarios del proyecto, incluso si se realizaba a las elevadas tarifas que implicaba forzar el proyecto Misicuni por encima de otras alternativas de abastecimiento, que por entonces eran todavía viables.
El resultado es conocido por todos. La movilización obligó a cancelar el contrato y expulsó del país a Aguas del Tunari, proyectando al cielo político a varios líderes que protagonizaron los eventos de abril del 2000.
Han pasado siete años desde entonces y poco se aprendió del ejemplo de Cochabamba, pues fue replicado en El Alto, desde donde se lanzó una batalla parecida contra Aguas del lllimani, a pesar de que las condiciones de funcionamiento del servicio en esa ciudad y en La Paz eran mucho mejores de lo que han sido en Cochabamba durante los últimos cincuenta años por lo menos.
Es indudable que las movilizaciones fueron un enorme éxito político para quienes las dirigieron, e incluso los protagonistas de base todavía recuerdan esos eventos con orgullo y satisfacción. Las barricadas, los petardos con que ahuyentaron a los policías, conocidos como “dálmatas” por sus uniformes, la humillación de los ministros, el rotundo fracaso del Estado de Sitio que no pudo imponer Bánzer, son recuerdos de un heroísmo que opaca preguntas más sencillas. ¿Qué pasó con los servicios? ¿Mejoraron? ¿Aumentó la cobertura? ¿El agua es más accesible a los pobres que antes? ¿Las tarifas garantizan agua de buena calidad para todos? ¿Se ha invertido lo necesario para garantizar la provisión de agua y el mejoramiento de los sistemas?
Estas son las preguntas que deberían ayudarnos a definir si esas “guerras” fueron en verdad victoriosas. Son esas las preguntas que los trabajos que Fundación Milenio pone hoy en su conocimiento quisieran ayudara responder. No nos guía otro afán que el de respaldar una reflexión sistemática sobre los problemas y desafíos que enfrentamos los bolivianos en la búsqueda de una vida mejor.
Roberto Laserna
Presidente de la Fundación Milenio
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