BRÚJULA DIGITAL: Las claves de la transición democrática y la política como arte de negociación

El paso del autoritarismo a la democracia comporta un nuevo equilibrio de poder, por el reacomodo de las fuerzas sociales y políticas, la irrupción de nuevos actores y liderazgos, inclusive –aunque no siempre– el desplazamiento territorial del centro del poder. En este artículo examinamos las tensiones subyacentes al nuevo equilibrio de poder en Bolivia, a raíz del proceso abierto tras los hechos de la primavera de 2019, que condujeron al derrumbe del régimen autocrático de Evo Morales y la instalación del gobierno de Jeanine Añez para la realización de nuevas elecciones que restituyan la soberanía del pueblo boliviano.

Lo que intentamos aquí es dar respuesta a la pregunta de cómo surcar con éxito este cambio político, que, se entiende, es mucho más que solo el traspaso pacífico del poder. El proceso actual equivale a una segunda transición democrática en la que una coalición de fuerzas políticas, sociales y territoriales se propone reestablecer el Estado de derecho y reconstruir la institucionalidad republicana para un orden político estable, y de modo tal que los las reformas políticas, económicas e institucionales discurran en forma ordenada y concertado, evitando la polarización estéril, la confrontación y violencia.

¿Cómo una revuelta ciudadana consiguió lo que parecía imposible?

Una de las claves de esta transición política tiene que ver con la forma en que el pueblo, volcado a las calles para hacer respetar su voto, gatilló una serie de acontecimientos que acabaron precipitando la caída de Evo Morales. Hay dos hechos centrales a considerar para una explicación plausible: la rebelión de las clases medias es uno de ellos y el liderazgo de Santa Cruz de la movilización social, el otro.

Lo más importante es que la confluencia de ambos fenómenos –algo que no había ocurrido nunca antes– tuvo la capacidad de alterar la relación de fuerzas en contra del MAS. Esto se vio claramente: i) las ciudades bolivianas fueron una muralla a su afán prorroguista; ii) Evo perdió control de buena parte del territorio nacional; iii) el país se le hizo ingobernable. Su única salida hubiera sido una solución de fuerza (represión dura e intervención militar), con un costo político alto. Pero también eso escapó a sus opciones reales. Con la Policía amotinada, el Ejército que lo abandonaba y el informe de la OEA develando un fraude electoral bochornoso, Evo no tuvo más remedio que renunciar e irse.

La emergente centralidad cruceña

El estallido de la crisis poselectoral y su desenlace deben ser comprendidos en el contexto de los cambios económicos, sociales y políticos de los últimos cinco años. Pienso en la debacle del modelo de extractivismo rentista y capitalismo de Estado, desatada por el desplome de las exportaciones de gas natural; luego de un largo período en que la riqueza gasífera y los altos precios de los commodities (Juan Antonio Morales dice que el 8% del PIB nos cayó literalmente del cielo) dieron soporte a la estabilidad económica y un vasto engranaje clientelista y redes de corrupción de sustentación política. El fin de la bonanza exportadora socavaría la sostenibilidad de las políticas populistas. Justamente en un año electoral, 2019, la economía boliviana ha desnudado sus flaquezas: crecimiento menguante, abultado déficit fiscal, cifras rojas en cuentas externas, costo por las nubes del subsidio a los combustibles importados, pérdida acelerada de reservas internacionales, apreciación de la moneda boliviana, falta de liquidez en la banca, riesgo de escasez de divisas que podría detonar una crisis financiera.

Simultáneamente, el eje de gravedad de la economía nacional ha virado mucho más hacia a los sectores agropecuarios e industriales del oriente movidos por la iniciativa privada. De hecho, la región de Santa Cruz y su aparato productivo –más robusto y diversificado- se ve en mejor posición para resistir la crisis de los sectores extractivos tradicionales (que no implica que no sienta su impacto). A pesar del entorno económico más adverso, el dinamismo y competitividad del modelo agroexportador cruceño, contrasta con la trayectoria decadente de la minería y los hidrocarburos. Una prueba de ello es que la migración de empresas y negocios a Santa Cruz desde La Paz, Cochabamba y otras regiones, lo mismo que de profesionales y trabajadores, en busca de oportunidades, se intensifica.

Por cierto, lo que sucede en la economía impulsa la acumulación de poder que experimenta consistentemente la región cruceña; su centralidad económica y peso demográfico y la mayor fortaleza de su gobierno departamental y sus estructuras institucionales y de representación política, refuerzan su influencia nacional y acrecientan su capacidad de presión sobre el Estado. El balance del poder nacional se inclina a su favor.

La irrupción de la clase media

El crecimiento de la clase media es otra tendencia consistente en Bolivia. Las ciudades se convierten en ciudades de capas medias y medias bajas, más abiertas, diversas y socialmente dinámicas. Los estratos medios son más demandantes de servicios de salud, educación, transporte, seguridad, servicios judiciales y gubernamentales; también de empleo, oportunidades económicas, participación política, derechos y libertades. Quieren mejorar su posición social, pero se topan con barreras, a veces infranqueables, que generan frustración y malestar sociales. La clase media popular no solo teme volver a la pobreza; busca mejorar su bienestar y, si advierte nubarrones en el horizonte, como ocurre ahora, se inquieta por su futuro, especialmente los jóvenes.

Los segmentos medios han sido sensibles a la “desigualdad de trato” en el acceso a bienes públicos, la justicia, los puestos en el sector público, la participación en las esferas de decisión. Bajo el régimen del MAS (que ha empoderado como nunca a sectores campesinos, indígenas y cholo-mestizos, y favorecido el enriquecimiento de la “burguesía chola” en la economía informal y subterránea, igual que de empresarios oportunistas allegados al gobierno), las capas medias a menudo se han sentido postergadas y excluidas. De ahí que muchos se ensañen con Evo, atribuyéndole sus males. Por cierto, el estallido de la “primavera boliviana” ha visibilizado ese malestar social y, además, cuando el bloque de poder del MAS dejaba ver fisuras, deserciones, descomposición moral -lo que es propio de un movimiento político trastocado en partido de poder, marcadamente clientelista y apoyado en la corrupción para reproducirse en el gobierno-.

En el caso de Santa Cruz, el malestar de sus sectores medios tiene el ingrediente del repudio al “centralismo”, muy arraigado en la cultura regional. Siendo éste un sentimiento de larga data, la gestión del MAS, con su propensión totalitaria, arrogancia y discrecionalidad sin límites, llevaría las cosas a un punto intolerable. Puede entenderse así el disgusto e indignación a raíz del incendio del bosque chiquitano, atribuido a la “invasión” de campesinos collas, cocaleros y traficantes de tierras, protegidos desde el poder político. Este hecho y el torpe manejo de la crisis ambiental, bien pudieron haber provocado un quiebre profundo entre Santa Cruz y el MAS. De hecho, las elecciones de octubre canalizarían el rechazo cruceño a la reelección de Evo, en una magnitud que pocos podían haber advertido. Allí mismo quedó sentenciado su destino.

Las bases del proyecto democrático

Tras el estallido de la crisis poselectoral, el desarrollo de los acontecimientos mostró que Evo estaba cuasi derrotado y su margen de maniobra se había reducido notablemente. Sus errores en el manejo de la crisis terminaron poniéndolo en un callejón sin salida. Claro que en todo ello resultó providencial el papel del dirigente cívico Luis Fernando Camacho que, a base de golpes de audacia, fue minando la moral de los gobernantes e inyectando gran energía a la protesta social. Lo cierto es que el empuje de las ciudades, junto con el liderazgo cruceño, configuraron un contrapoder económico, político y territorial que supo plantarle cara a un régimen ya decadente, reducirlo y acorralarlo.

Aquí hay un doble movimiento que vale la pena subrayar: después de casi una década y media dominada por los llamados “movimientos sociales” (organizaciones aliadas al MAS, de base rural, aunque no sólo), se abre paso un movimiento ciudadano y de clase media –arropado en la bandera de la recuperación democrática– que busca promover sus intereses, aspiraciones y valores en el juego político y en el reparto de recursos públicos y la atención del gobierno. Al mismo tiempo, toma más vuelo el ascenso de Santa Cruz y con la novedad de que, ahora, el liderazgo cruceño parece dispuesto a hacer valer su propio poder regional para redefinir los términos de la política nacional. Lo hace, además, reivindicando la democracia y una idea republicana de Estado descentralizado y autonómico. Aquí, entonces, se da una conjunción de fuerzas que cambia el mapa político y marca un punto de inflexión en la trayectoria del país, o al menos tiene el potencial de hacerlo.

Tales son las bases sobre la cuales irrumpe esta segunda transición democrática. Así pues, la construcción de un sistema de democracia institucional y pluralismo político, cultural y regional, emerge como un proyecto político revitalizado, asentado en un conglomerado de fuerzas con la capacidad de convocar y articular a la mayoría de los bolivianos. Pero también esto plantea una serie de dificultades y desafíos complejos. Tener claridad sobre los mismo es tan importante como la voluntad de avanzar y hacer bien las cosas.

La política de negociación y el nuevo contrato social

¿Cómo viabilizar las reformas económicas, políticas y sociales que la transición democrática conlleva? Que este es un momento de disponibilidad social, no quepa duda. Muchas personas presienten que algo esencial está en juego y quieren apostar a ello. Es, por ello, una oportunidad para cambios importantes, trascendiendo incluso el corto plazo. Un horizonte de mayor tiempo permite pensar en políticas estructurales, que son las que Bolivia necesita, sin dejar de perseguir resultados inmediatos de alienten la confianza de la gente.

Con todo, no se puede ignorar las dificultades de esta transición: la sociedad dividida y polarizada, partidos frágiles, un sistema político en reconstrucción, ausencia de liderazgos fuertes y experimentados, el MAS agazapado y ansias revanchistas –al menos de una fracción del mismo–; el actor militar que ha retornado a la política, como poder fáctico dirimidor; la Policía relegitimada ante la sociedad, pero urgida de reforma y profesionalización; el narcotráfico como amenaza latente; la economía en caída y desajustes que pueden ser bombas de tiempo. Ciertamente, el proceso democrático no la tiene fácil.

La transición implica pasar de la gobernabilidad autoritaria a un tipo eficaz de gobernabilidad democrática –con reparto del poder, contrapesos y alternancia de gobierno– que asegure la estabilidad política. Para eso es preciso que una nueva mayoría sustituya a la mayoría que el populismo autocrático tuvo en su día. Se diría, gráficamente, que la movilización ciudadana que derrotó al evismo pueda mutar en una gran fuerza electoral y política y sobre la cual se forme un gobierno fuerte, respaldado por una mayoría parlamentaria.

La peliagudo es que debe darse en la reconversión de un sistema con hegemonía de un partido (el MAS) a un sistema pluralista y fragmentado. Y fragmentado, porque las condiciones prevalecientes no parecen favorecer un bipartidismo dominante, siendo probable que la política nacional se reconfigure con varios partidos compitiendo. Si este es el caso, la articulación de una mayoría política requiere de acuerdos, pactos y coaliciones de gobierno. De alguna manera es volver al modelo de democracia pactada de la primera transición democrática, aunque con otros protagonistas y circunstancias diferentes. Y es que, en realidad, es así como funciona la democracia moderna y se hace posible la gobernabilidad democrática, sobre todo en países con diversidad étnica, cultural y fracturas sociales y territoriales que vienen de la historia.

De hecho, el actual gobierno de Jeanine Añez es ya una coalición de gobierno que descansa en acuerdos políticos e institucionales, incluso con el MAS. También la aprobación de la Ley de Régimen Excepcional y Transitorio para la realización de elecciones generales y la Ley de ampliación de mandato de los gobiernos nacional, departamentales y municipales, es resultado de una concertación parlamentaria.

Y todo indica que el próximo Ejecutivo que surja de las urnas tendrá ese mismo carácter, quizá aún más explícito, habida cuenta que su misión será acometer reformas con amplios consensos políticos, sociales y territoriales, como políticas de Estado y no solo de un gobierno. Quién ocupe la Presidencia deberá desplegar una estrategia de pactos, acuerdos y compromisos, haciendo gala de iniciativa, habilidad y destreza, creando confianzas mutuas. La eficacia de los partidos se medirá por su aporte al entendimiento y el logro de resultados factibles. Quizá sea la ocasión única de valorizar la política como práctica y espacio de negociación y concertación, privilegiando el ámbito parlamentario.

Si así sucediera, avanzaremos a una convivencia integradora, con estabilidad y gobernabilidad. De lo contrario no se pueda desestimar que la fragmentación social, la polarización y el canibalismo nos lleven al naufragio. Y si el orden político no puede alcanzarse por consensos, o imponerse por la fuerza, tal vez irrumpa el caos y la violencia.

De ahí la pertinencia de hablar de un nuevo contrato social, en tanto esfuerzo de construcción de acuerdos básicos para el desarrollo socioeconómico, la modernización del sistema político y un futuro de país compartido; y, por cierto, como una visión y un concepto orientador de la transición, intelectualmente desafiante y políticamente indispensable.

Henry Oporto es sociólogo, director de la Fundación Milenio.

9 de enero de 2020
Fuente: Brújula Digital

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