Un reciente análisis de la CEPAL advierte de un nuevo incremento de los indicadores de pobreza en Bolivia. Según este organismo, la pobreza extrema creció de 14.7% en 2015 a 16.4% en 2017 (el último dato disponible), lo cual sitúa a Bolivia entre los tres países con mayor incremento de la pobreza extrema en los últimos años. Los otros países mencionados son Brasil (cuyo nivel de pobreza extrema subió de 3.3% a 5.5%) y Ecuador, que también experimentó una suba de 5.4% a 6.2%, durante los mismos años.
Las cifras aportadas proceden del documento de la CEPAL Panorama Social de América Latina, 2018. En este informe se observa que también la tasa de pobreza se incrementó de 35% en 2015 a 35.2% en 2017; en 2016 la pobreza fue de 35.3%, o sea 0.1% más que en 2017. Véase la tabla siguiente.
Bolivia mantiene los índices más altos de pobreza, ubicándose en la posición más desfavorable del grupo de 15 países evaluados, y peor incluso que El Salvador en lo relativo a la tasa de pobreza extrema. La situación de Bolivia se aleja de la posición de otros países como Perú, Paraguay y Ecuador, cuyas tasas de pobreza están entre 15% y 25%, mientras que sus tasas de pobreza extrema se hallan en el rango del 5% al 10%. Naturalmente, la brecha se acrecienta con respecto a los mejor calificados, como Chile y Uruguay. Las diferencias referidas se muestran en la tabla que sigue.
Ciertamente, el incremento de los niveles de pobreza y pobreza extrema en Bolivia, significa un retroceso con relación a las mejoras experimentadas en los indicadores de pobreza de años precedentes, y particularmente entre 2012 y 2015, cuando el país vivía una bonanza exportadora de gas, minerales y en menor medida de soya. Para la CEPAL está clara la asociación del deterioro social con el ciclo de menor crecimiento económico, por el que atraviesa la economía boliviana, y en realidad toda la zona latinoamericana, aunque con efectos heterogéneos en cuanto a su impacto social. Según se vio en las cifras de arriba, algunos países, a pesar de las circunstancias adversas de la economía regional y mundial, mantuvieron una trayectoria de reducción de la pobreza. Desgraciadamente este no ha sido el caso boliviano, que insinúa una tendencia inversa.
Gasto social
Llama la atención que el deterioro de las condiciones de vida se dé a pesar de que el gasto social ha sido de los más altos desde el inicio del presente siglo. Siempre de acuerdo a los datos de la CEPAL, el gasto social público del gobierno central en 2017 representó el 12.6% del PIB, ligeramente por debajo del gasto promedio (12.8%) del PIB que otros países latinoamericanos destinan al gasto social. Esto se puede ver en el siguiente gráfico.
Así y todo, el gasto social de Bolivia por persona para el año 2017 fue de 310 dólares, mientras que el promedio del gasto social latinoamericano por persona llegaba a 994 dólares. En términos absolutos, Bolivia tiene el menor gasto social. Entretanto, el gasto de educación en Bolivia representó el 5% del PIB, una proporción que sería acorde con la recomendación de UNESCO (en el Marco del Acción Educativa 2030) de asignar al sector educación entre el 4% y 6% del PIB.
A la vista de estos resultados, Bolivia adolece de un serio problema de eficiencia en la asignación y utilización de los recursos destinados a educación y en general a las políticas y programas sociales.
Cambio del ciclo económico
El estancamiento de la reducción de pobreza, que la CEPAL detecta en la situación boliviana, viene a corroborar el deterioro de los indicadores sociales, ya señalados por otros informes. Es el caso del estudio de la socióloga Fernanda Wanderley “Los avances sociales y laborales en el período del boom económico y los desafíos con el fin de la bonanza”. Los gráficos de abajo registran tales tendencias.
Wanderley preveía que, con la caída de los ingresos por las exportaciones y el déficit fiscal creciente, de los últimos 5 años, sería muy difícil que el dinamismo del mercado y los ingresos laborales se mantuvieran al nivel del período previo, con el riesgo de un achicamiento de las ocupaciones muy ligadas al “boom económico” (construcción, comercio y otros servicios). Esto tiene mucho que ver con el hecho de que el factor más importante, en los años de bonanza, ha sido la expansión del trabajo y las remuneraciones en actividades con menos calificación personal y que se desenvuelven por fuera de la regulación laboral. Lo que se quiere decir es que los incrementos en los ingresos no laborales (vía transferencias, bonos y remesas) jugaron un rol de menor importancia para la población en general, aunque quizá sí tuvieron un impacto mayor para ciertos grupos poblacionales específicos (tal sería el caso de la Renta Dignidad).
Por consiguiente, una desaceleración de la economía –la situación de los últimos 5 años-, tendría que arrastrar los ingresos laborales a la baja, sobre todo de los trabajadores informales y de los menos calificados, amén de debilitar la financiación de las políticas sociales, lo que explicaría la dificultad de mantener la mejora de los indicadores de pobreza, por ejemplo.
Mercado laboral
El informe de la CEPAL, por otra parte, subraya la permanencia de importantes desigualdades en la cobertura y calidad de los servicios (notablemente en salud y educación), lo que tiene el efecto de reforzar la segmentación del mercado laboral y achicar los márgenes de inclusión social. Por ello, la propia CEPAL hace hincapié en que el trabajo es la llave de la igualdad y el medio clave para que las personas eleven sus ingresos y su nivel de vida. Señala, también, que los mercados de trabajo en Latinoamérica están lastrados por una insuficiente oferta de empleos, así como por significativas brechas en la calidad de esos empleos y en el acceso a la protección social.
Se añade a todo ello la creciente informalización de la economía y el mercado laboral. La informalidad implica falta de acceso a la seguridad social en salud y pensiones, especialmente para los trabajadores por cuenta propia no calificados, que, se sabe, es una fuente muy importante de empleos e ingresos, pero también castigada por la precarización, la baja productividad y el escaso o nulo acceso a las prestaciones sociales.
Este panorama general se aplica con ventaja a la situación boliviana, y ayuda a entender los factores subyacentes a los incipientes progresos de desarrollo social, tanto como a la tendencia de recaída en el ciclo de la pobreza. Los mercados informales pueden abrir una puerta de salida de la pobreza, pero no aumentan la productividad ni inducen al cambio productivo, y por tanto no ofrecen una salida sostenible de la pobreza. Es su talón de Aquiles. Y es lo que estamos viviendo hoy en día.
Nuevos retos
Es evidente que la mejora en los indicadores sociales en Bolivia, de los años pasados, fueron muy dependientes de un contexto excepcional de altos ingresos de exportación. Además, esa mejora camufló desigualdades persistentes urbano-rurales y entre los departamentos, así como por la condición étnica y de género de las personas, y de ahí la precariedad de los avances registrados. Pero ahora, cuando la economía es más débil y crece menos y las oportunidades laborales y de negocios aminoran, vuelven a manifestarse las dificultades estructurales para proseguir una senda continua de inclusión y progreso social.
Pasó la bonanza, y resulta que tampoco tenemos un sistema de protección social para evitar que muchos bolivianos recalen en el ciclo de la pobreza. De este modo, recobra centralidad cuestiones como la precarización laboral, el desempleo encubierto, los bajos ingresos, la alta informalidad y desprotección del trabajo; y concomitantemente, las brechas de inclusión en contra de la población rural y de mujeres, jóvenes e indígenas. En este contexto, es lógico que asuntos como el nivel y la eficiencia del gasto social, la forma de financiamiento de los programas sociales, la evaluación de resultados en los programas y en general un replanteamiento a fondo de la orientación y la calidad de las políticas sociales emerjan ahora como los retos centrales de la política pública.
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