Las tropelías del universitario Max Mendoza y otros dirigentes “dinosaurios” es no solo un caso aberrante. En realidad, pone al descubierto la profundidad de la crisis que viven las universidades públicas. Si ya antes se hablaba de camarillas de poder, hoy se dice que existirían grupos mafiosos que se valen de la corrupción, la cooptación, la intimidación, el matonaje, incluso con respaldo del poder político. Todo indica que en su seno actúan operadores políticos, como Mendoza, para controlar y apaciguar una institución que tradicionalmente ha sido opositora a los gobiernos de turno, incluso temible por su talante rebelde y su fuerza movilizadora.
Lo insólito es que todo esto ocurra a vista y paciencia de la comunidad universitaria, sin que nadie reaccione o se escandalice; expresiones de indolencia que rayan en la complicidad. Esto es lo más dramático e inquietante -quizás una muestra del grado de descomposición moral en las universidades-. No es sorprende, entonces, los deplorables resultados académicos, y que nuestras universidades ocupen los últimos lugares en los rankings de universidades latinoamericanas.
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