2019 es un año de incertidumbre para los bolivianos. No se trata únicamente de las incertezas propias de un año electoral, naturalmente signado por las tensiones, crispaciones e indefiniciones que conlleva la contienda política y que a menudo conducen a comportamientos cautelosos, sobre todo de los agentes económicos. La situación de este año tiene otras peculiaridades, que tienen que ver más con el estado de la economía y la evolución del proceso político.
Esto se entenderá mejor si nos retrotraemos a la coyuntura de las últimas elecciones presidenciales de 2014, y comparamos ese momento con el ambiente que hoy se respira en Bolivia, en vísperas (aunque faltan 10 meses) de las elecciones generales.
2014
Si recordamos bien, dos aspectos fueron sobresalientes en aquel momento. La economía gozaba de buena salud e irradiaba sensaciones de estabilidad, incluso de prosperidad para muchas personas y familias (la estela de la bonanza exportadora estaba muy próxima), que se reflejaba a su vez en una mejora de los indicadores sociales, por ejemplo, en una trayectoria de reducción de pobreza y desigualdad y de expansión de los estratos de ingresos medios.
Desde un punto de vista político, Evo Morales -que había sorteado los impedimentos legales y constitucionales a su postulación presidencial- se encaminaba a una predecible victorial electoral. La opinión pública daba por descontado este desenlace, y solo restaba por verse si repetiría la mayoría absoluta de votos y si el MAS conseguiría los dos tercios de representación en el parlamento –tal como ocurrió, efectivamente-.
El horizonte inmediato era muy previsible, de estabilidad económica y básicamente de continuidad política. Y fue en torno de esta perspectiva que se alinearon muchos de los sectores políticos, sociales y económicos, incidiendo al mismo tiempo en el ánimo de los electores.
2019
Si esa es una fotografía del país de cinco años atrás, la imagen de este año es otra muy diferente. La economía se ha debilitado y desacelerado. Se crece menos y con un costo fiscal cada vez mayor; los rendimientos del gasto y la inversión pública son decrecientes. Los indicadores muestran importantes desequilibrios y advierten de riesgos potenciales para la estabilidad macroeconómica. También los indicadores sociales se han deteriorado: la caída de pobreza y desigualdad se ha detenido y hasta es posible que ciertos estratos vulnerables estén recalando nuevamente por debajo del umbral de pobreza. Las sensaciones de seguridad y optimismo están mutando a un mayor escepticismo acerca del rumbo del país.
De otro lado, si bien el presidente Morales ha sido habilitado por el Tribunal Constitucional para aspirar a una tercera reelección consecutiva, su candidatura sigue en entredicho y soporta un fuerte cuestionamiento a su legalidad y legitimidad; el asunto se ventila incluso en instancias internacionales. Y aún en el caso muy probable de que el actual mandatario logre consolidar su postulación, el resultado de la contienda electoral está abierto y es de pronóstico reservado.
La oposición no solo luce mucho más competitiva que en el pasado, sino que eventualmente podría derrotar en las urnas a la candidatura oficialista. En suma, el futuro inmediato es más incierto. Está en juego la continuidad del régimen y de sus políticas de gobierno.
La siguiente figura ilustra la comparación de escenarios.
Riesgos económicos
La incertidumbre que domina el momento político actual está relacionada con los riesgos externos e internos para la economía boliviana. Entre aquellos, resaltan la volatilidad de los precios de las materias primas y con tendencia a la baja, en un contexto de desaceleración de la economía mundial, además fortalecimiento del dólar, el aumento de las tasas de interés, la recesión en Argentina, el crecimiento raquítico en Brasil, las devaluaciones en los mercados vecinos.
Por el lado de los riesgos internos, toma fuerza la perspectiva de un estrangulamiento de ingresos de exportación por la abrupta caída de la demanda externa (sobre todo de gas natural), combinada con una menor producción interna y el agotamiento de reservas de hidrocarburos y minerales, en un contexto de sequía de inversiones en exploración y desarrollo de nuevos proyectos. Una suerte de tormenta perfecta. Se suman los problemas de sostenibilidad fiscal por el alto déficit fiscal y en la balanza de pagos, que presionan por un mayor endeudamiento y la pérdida de reservas internacionales, además de la menor competitividad de nuestros productos debido a la apreciación de la moneda boliviana, así como también la rentabilidad y capitalización menguantes del sistema financiero, y sus efectos probables en la restricción crediticia bancaria.
Estas distorsiones fiscales, monetarias y financieras, lo mismo que la menor capacidad productiva en sectores clave (hidrocarburos y minería), comprometen la estabilidad macroeconómica. También se perciben síntomas de una crisis de confianza subyacente, que, por cierto, abona el clima de incertidumbre económica y política.
¿Es posible una reforma económica?
La incertidumbre se acentúa por el aplazamiento de la reforma económica, y de otros cambios imprescindibles en el modelo de crecimiento. Ciertamente, con el proceso eleccionario en marcha, no se dan las condiciones políticas para un ajuste fiscal y la corrección de otros desajustes monetarios y financieros. Todo indica que el gobierno eludirá sincerar la política económica, aunque el costo de ello sea enorme -se olvida que los remedios que no se aplican oportunamente suelen ser después más dolorosos-. Esto lo sabemos bolivianos por experiencia propia, pero también por lo que podemos observar en nuestro vecindario.
Pues bien, la posibilidad de una solución política -necesaria para arreglar la economía- se traslada a los comicios de octubre. Ello, siempre y cuando los votos permitan la formación de un gobierno (o una coalición) fuerte y con un amplio respaldo ciudadano, para encarar un programa de reforma económica y política. En ese sentido, la campaña electoral –irracionalmente larga y costosa- tendría que ser el escenario para un debate genuino sobre el contenido y alcance de este programa.
Si el próximo gobierno no podrá evadir la toma de medidas complejas y con un costo político importante, más vale que los bolivianos sepamos qué nos espera y sí los sacrificios que nos serán demandados tendrán de contrapartida la capacidad gubernamental de liderar un plan consistente y efectivo para sacar adelante el país. Los candidatos presidenciales tienen las obligación política y moral de demostrar que están preparados para esa tarea crucial, de la misma forma que los ciudadanos tenemos la responsabilidad de saber elegir bien. Hacer el juego del avestruz, puede ser el peor antídoto para sortear la incertidumbre ya instalada.
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