Claro que se trata de una ruptura, un “fin de ciclo”, un parteaguas, un “cerrar esta puerta”. El 1 de octubre de 2018, con la conclusión de la CIJ de que “la República de Chile no asumió una obligación jurídica de negociar un acceso soberano al océano Pacífico para el Estado Plurinacional de Bolivia”, palabras más, palabras menos, se cerró acaso el momento más intenso del diferendo con Chile en los últimos años.
A propósito del primer Día del Mar (23 de marzo) tras el fallo de La Haya, volvió el debate acerca de lo que pasó, las explicaciones que se dan de uno y otro lado y las responsabilidades. En estos días incluso la demanda ya toma el tinte electoral, esta vez por el dinero que se gastó en al menos cinco años.
Aparte de las declaraciones oficiales, el 21 de marzo la Fundación Milenio y la editora Plural presentaron el libro Bolivia en La Haya. Lecciones de la demanda contra Chile, de varios autores, cuyo editor es el sociólogo Henry Oporto. Aunque una parte de los textos son evaluaciones hechas en días posteriores al 1 de octubre, siendo en ese sentido una recopilación, también hay reflexiones inéditas. Al margen de la orientación más o menos crítica de cada quien, es saludable la reflexión a la que invoca, por una razón elemental: el punto es tratar de descifrar finalmente de qué tipo de ruptura se trata y cómo sobre esta base, acometer lo que se debe hacer como país.
De las diversas formas en que el Gobierno reaccionó ante el fallo, acaso la de mayor perspectiva fue la del vicepresidente Álvaro García en una conferencia de prensa el mismo 1 de octubre: “Está claro que lo que ha hecho la Corte es cerrar una puerta, pero deja abierta otras que Bolivia debe usar para viabilizar su derecho a un acceso soberano al Pacífico”; si bien hasta ahora no se aclaró qué otro tipo de recursos-ONU existen para dicho fin.
Cierto que desde el 1 de octubre, el Gobierno fue configurando la visión oficial del fallo, de la que en verdad no se ha movido: la que el canciller Diego Pary reiteró en la última entrevista con La Razón (edición especial del 23 de marzo): 1) que “la Corte deja establecido que Bolivia nació con mar y que tuvo una costa de 400 kilómetros. Eso refuta versiones de historiadores chilenos que atribuyen que Bolivia nació en otras condiciones; segundo, la Corte, en la fase preliminar, cuando hace el fallo a la objeción presentada por Chile, deja claramente establecido en los párrafos 50 y 54 que ningún tribunal ha resuelto el diferendo entre Bolivia y Chile y que no existe acuerdo que haya resuelto el enclaustramiento marítimo de Bolivia; y, tercero, la Corte, en el fallo del 1 de octubre, invoca a Bolivia y Chile a que nos sentemos a dialogar y que podamos continuar con los intercambios diplomáticos para encontrar una solución al enclaustramiento”.
Lo previsible, entonces, es que en futuras negociaciones la premisa boliviana sean estos tres razonamientos. Pero lo que sobresale es la alusión a la invocación a seguir dialogando pese al fallo. Para el crítico a la posición boliviana, el abogado y periodista Fernando Salazar (presente en el aludido texto), no se trata de ninguna invocación, sino de una “aclaración o advertencia para que no se confunda el contenido y alcance del fallo como un impedimento para continuar el diálogo”.
En todo caso, el párrafo 176 (que el fallo no impide “el diálogo e intercambios”) para el Gobierno es una suerte de la otra cara de la medalla de la sentencia de la CIJ, tan importante como la conclusión misma: “Algunos dicen que fue como una derrota, pero no es ninguna derrota, ahora tenemos tres nuevos elementos, al margen de otros argumentos”, destacó en su momento el presidente Evo Morales.
El cierre de puerta del vicepresidente García tiene su lado extremo en la idea del “fin de ciclo”, siendo el historiador y periodista Robert Brockmann (también en el libro) el más explícito: “El fallo de La Haya no significa otra cosa que la Hora Cero en la principal prioridad de la diplomacia boliviana. Es el tañido de la campana para repensarlo todo, habiendo sido obligados a dejar nuestra carga atrás, como refugiados”.
Desde un punto de vista más concreto, el excanciller Gustavo Fernández en una entrevista en el periódico Página Siete recogida en el libro, es más específico: es el fin del camino jurídico, “si alguna lección dejó este proceso es que la vía jurídica no era la apropiada. (…) Pudimos e hicimos un buen caso, pero no ganamos. El resultado final es que perdimos y que la vía jurídica no funcionó”. Pero allí mismo, Fernández llama la atención: “Eso no quiere decir que esto no represente un retroceso respecto a los últimos 50 años. Las notas del 50, están; la negociación de Charaña, está; la resolución de 1979, está. Esto no significa que volvimos a fojas cero, esto significa que escogimos un camino y resultó que no era el que esperábamos”.
Ahora, en la evaluación de lo hecho, naturalmente importa el ‘fondo del asunto’, esto es la demanda misma, la solidez de los argumentos jurídicos. La mayor parte de los articulistas del texto se enmarcan en variadas críticas: la noción de los “derechos expectaticios” para el periodista Fernando Molina, por ejemplo, son “una idea más bien excéntrica dentro de la jurisprudencia internacional”; para el abogado y diplomático Jaime Aparicio Otero, el equívoco estuvo en que los abogados bolivianos “pensaron que la Corte se apartaría del derecho positivo y se ocuparía de la justicia de nuestro reclamo. (…) Para los abogados del caso [se refiere sobre todo a los del equipo internacional] era un experimento jurídico cuyo riesgo mayor no era para ellos sino para el cliente”.
En este mismo orden, aunque más sosegada, la profesora de Derecho Internacional de la UMSA, Karen Longaric, destaca que la sentencia ciertamente era esperable porque “la Corte basó su fallo en el derecho internacional”; cierto, dice, que la CIJ “también puede dirimir conflictos ex aequo et bono (equidad y buena fe), siempre que las partes así lo convinieren”; pero, destaca, “Bolivia y Chile no pidieron a la Corte resolver la controversia en equidad y buena fe e implícitamente aceptaron que dicho tribunal fundamente su fallo en derecho internacional, es decir: convenciones internacionales, costumbre internacional, principios generales de derecho, jurisprudencia y doctrina”.
Aquí, son el exvicepresidente y exvocero de la demanda, Carlos Mesa, y el excanciller Javier Murillo de la Rocha quienes de manera directa defienden el valor jurídico de la demanda.
Para Mesa (en el más extenso texto del libro), “Bolivia tenía fundadas esperanzas de éxito” en el juicio. Siguiendo las exposiciones orales de los abogados internacionales, el exvocero destaca una serie de “premisas”, razones de la demanda, que dan fe de su solidez; entre ellas destacan:
– Bolivia pidió a la Corte que disponga que Chile tiene la obligación de negociar “recogiendo los reiterados compromisos de Chile durante casi un siglo”;
– Que había secuencia histórica de esos compromisos;
– Hubo precisión de lo que significan las palabras, los actos unilaterales de un Estado y la diferencia entre acercamientos políticos y compromisos que vinculan la fe de ese Estado:
– Se argumentó la idea de que el derecho internacional es mandatorio en lo que concierne a la buena fe, y el imperativo de resolver por la vía del diálogo y la paz las controversias entre Estados;
– La solidez de los compromisos de Chile y la evidencia de su carácter solemne los hacía jurídicamente exigibles;
– Se evidenció la trascendencia de las resoluciones multilaterales (OEA) y la aceptación de Chile por pasiva y por activa de su carácter imperativo;
– Se refutó tres falacias chilenas: que Bolivia no sostuvo su voluntad negociadora en el tiempo, que los diferentes compromisos de Chile fueron independientes y sin continuidad entre sí y que quien frustró un acuerdo fue Bolivia a partir de la ruptura de la negociación de Charaña;
– Los compromisos de Chile pasaron por todo el abanico: la promesa verbal, las intenciones expresadas por escrito y los documentos que reflejan una negociación que tenía el valor de un acuerdo;
– Las resoluciones de la OEA no podían considerarse documentos vacíos, marcaban una expresión hemisférica con un objetivo;
– El alegato de Bolivia se apoyó en principios de derecho basados en una negociación bilateral y en principios universales;
– La CIJ debía fallar en derecho, sin duda, pero era la solidez de los argumentos de Bolivia la que establecía la combinación de argumentos jurídicos que conducían a administrar un fallo en justicia.
Para Mesa, hay un “giro de 180 grados” entre el fallo de 2015 (cuando la Corte se declaró competente, rechazando la objeción chilena) y el del 1 de octubre de 2018. “Yerran quienes atribuyen este revés a la falta de argumentos y de consistencia por parte de Bolivia. (…) Y es que la CIJ vio más allá de nuestra mediterraneidad, asumió que entre la justicia y la seguridad jurídica internacional primaba un sentido de ‘responsabilidad global’ frente a un orden que es frágil, en un momento de la historia en que el escenario mundial está condicionado por figuras que reverdecen la lógica del poder total y bloques que enfrentan los desafíos crecientes de las naciones emergentes. No es el tiempo de proveerlas de instrumentos jurídicos que puedan poner en riesgo esa visión”, concluye el exvocero de la demanda.
Por su lado, el excanciller Javier Murillo de la Rocha no deja de manifestar su extrañeza sobre cómo los magistrados de la Corte “desmenuzaron de manera tan prolija” partes de la argumentación boliviana donde no se podía encontrar fácilmente un fundamento sólido que apoye la tesis de la obligación de negociar; y cómo pasaron por alto partes donde efectivamente está dicha obligación.
“Llama la atención que los magistrados de la Corte hubieran dedicado siete extensos párrafos, del 120 al 126 inclusive, a la Declaración de Charaña, para demolerla, y apenas menos de tres líneas (punto 127) a los documentos intercambiados, antes mencionados (la carta del Gobierno boliviano al chileno del 26 de agosto de 1975 y la respuesta de éste del 19 de diciembre de ese mismo año, donde dice que ‘Chile estaría dispuesto a negociar con Bolivia la cesión de una franja de territorio al Norte de Arica’), donde se establecen, precisamente, las bases del proceso de negociación y las obligaciones consiguientes”.
Si “esta manifestación inequívoca de la voluntad de las partes no genera una obligación concreta —continúa el excanciller—, cabe preguntarse, entonces ¿cómo se forman las obligaciones de los Estados, especialmente en los términos de la doctrina de las promesas unilaterales, de tan amplio desarrollo en la actualidad como fuente del Derecho Internacional Público? ¿Y dónde queda la buena fe empeñada como principio rector de las relaciones internacionales?”.
Por mucho menos de los elementos que presenta el caso boliviano, recuerda Murillo, la Corte en el pasado determinó que una mera declaración de un ministro (caso del estatuto jurídico de Groenlandia) era todo una promesa obligatoria; cuando en el proceso de Charaña se trataba de documentos mismos.
“En fin —concluye Murillo—, la sentencia es inapelable, lo sabemos, y el tema, en esa instancia, está cerrado, pero no el problema de fondo ni absueltas las dudas…”
3 de abril de 2019
Fuente: La Razón