La fundación Milenio es un experimentado bioquímico que anualmente entrega el resultado, con base en “muestras” oficiales, de los análisis de la macroeconomía de Bolivia y lo enriquece con algunos comentarios para el médico a cargo a veces punzantes, otros –como este año– más cautos.
Para describir la salud económica de Bolivia, el informe de Milenio analiza varios indicadores y destaca los que parecen síntomas de enfermedades a corto y mediano plazo. Del mismo modo que un valor alto de colesterol mueve al médico a sugerir un cambio de dieta (a largo plazo) y a recetarnos ciertos remedios (a corto plazo), también en la macroeconomía los indicadores muestran valores que provocan en un caso alarma, en otro, preocupación y, otras veces, tranquilidad.
Este año, se desprende que, si bien el paciente no manifiesta, en apariencia, un estado crítico, emerge un indicador alarmante: el déficit fiscal, la prueba de que el Estado gasta más de lo que gana. De hecho, gasta en egresos ineludibles (salarios, pago de deuda, rentas y bonos, etc.) y en inversiones con la ilusoria esperanza de tener mayores ingresos a futuro. Con esa esperanza el Gobierno hasta está dispuesto a endeudarse más, con la familia (deuda interna) y con instituciones financieras del exterior (deuda externa).
En este punto, no debería haber dudas sobre la terapia para frenar la subida del déficit fiscal: disminuir los gastos y/o incrementar los ingresos. ¿Cómo?
Un buen médico no se limita a leer los análisis, diagnosticar y recetar, sino que investiga las raíces de ese problema y lo relaciona con los análisis anteriores y con el estilo de vida que lleva el paciente. Resulta, en nuestro caso, que van cinco años de déficits gemelos (fiscal y balanza de pagos), incremento de las deudas y drástica reducción de las reservas internacionales netas.
Revisando esos valores, Milenio observa que la menor extracción de gas tiene un efecto funesto no solo en los ingresos, sino también en los gastos, porque obliga a YPFB a subsidiar crecientes volúmenes de combustibles (diésel y gasolina) importados a un costo elevado.
Ante estos síntomas, el Gobierno (el médico de la economía) receta medidas radicales; principalmente disminuir las importaciones de diésel, reemplazándolo por aceites obtenidos de la soya, producto que, dicho sea de paso, tiene mercados cada vez más competitivos.
Al margen del dudoso beneficio económico de esa sustitución, es evidente que las actuales cosechas de soya son insuficientes para ese cometido, de modo que –además de mejorar genéticamente las semillas– se ve necesario ampliar la frontera agrícola con más de un millón de nuevas hectáreas sustraídas, no a otros cultivos, ya comprometidos con el “bioetanol”, sino al bosque chiquitano que es la frontera natural de las grandes plantaciones.
Con ese fin, se fomenta el traslado de nuevos colonos (los “interculturales”) a tierras boscosas y se les autoriza a deforestar mediante quemas “controladas” que, en el entorno seco y ventoso de la Chiquitanía, se vuelven fácilmente incendios descontrolados. De ese modo, en nombre de un mal llamado “desarrollo”, se han perdido cientos de miles de hectáreas de un bosque único, con todo lo que contiene en flora y fauna, amén del patrimonio de las familias afectadas. Stanislao J. Lec lo dijo con una aforisma: “¿Es desarrollo si un caníbal usa el tenedor?”
¿Qué hará ahora el Gobierno? ¿Seguirá usando el tenedor de sus decretos y leyes para modificar el uso de la tierra arrasada?
Si así lo hiciera, demostraría, paradójicamente, que la falta de combustibles, consecuencia de la nefasta política energética de los últimos 13 años, es, en último análisis, la causa de los incendios de la Chiquitanía.
7 de septiembre de 2019
Fuente: Los Tiempos
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